Apenas Thornwaite había cerrado la puerta del salón de recepciones, su mente automáticamente olvidó la conversación. Reptaba por el pasillo como un sanguijuela con las antenas puestas en torno a su próxima clase. Cerciorándose de que nadie lo observaba enfiló hacia la puerta metálica de la enfermería, y seguro de estar completamente solo quitó el candado de un gigantesco armario que se abría solamente una vez al año, por una sola semana. La llave volvió al lugar que estaba exclusivamente bajo el poder absoluto del viejo.
Crownell ya estaba puntualmente situado en su punto de observación habitual cuando el profesor entraba al claustro, mascullando entre dientes un sinnúmero de improperios por lo pesado de una caja de considerable tamaño, que trabajosamente era arrastrada por él mismo. Una caja de un alto similar al de un ser humano. Con un ancho semejante al de una persona normal. Esta novedad que rompía la monotonía, parecía en nada incentivar la curiosidad del ausente que seguía embelesado en su inquebrantable contemplación. Miraba ese ir y venir del devenir, sin pestañear y siguiendo absorto su repetitivo viaje circular, como en todas sus jornadas. Ni un parpado se alteró de su posición cuando la madera de la caja rechinaba dolida al ser abierta. Aunque él ni se movía, una parte desconocida en su cerebro, registraba hasta el más mínimo detalle de los nuevos acontecimientos. La caja se abrió al fin, y esa parte recóndita de Crownell captó un aroma entrañable que ninguna otra nariz podría percibir.
-Alumnos: esta mañana estudiaremos todas las partes solidas y duras que componen el armazón del cuerpo de los humanos-. El olor se hizo tan que el cerebro encegueció la visión habitual de sus horas. La única ventana a la que miraba hacia se cerró en el mismo instante que Crownell por primera vez hizo contacto con la figura que se alzaba imponente por encima de todas las cabezas de sus compañeros. El muchacho registraba cada región de esa imagen que parecía vigilar todos los actos dentro de su entorno, como controlando las cabezas de los otros seres que la rodeaban, que en un principio podrían haberse espantado pero ahora lo miraban divertidas, chistosas, sin ningún tipo de miedo. Todas menos una.
Thornwaite comenzó el dictado de la disposición, estructura y situación de cada una de las partes de la estructura, sin cambiar ni una palabra, ni un acento, ni la entonación de sus conocimientos como lo venía haciendo desde hacía treinta años de enseñanza intachable. Las cuencas vacías de las orbitas del esqueleto eran aun más negras que el fondo del pizarrón que tenía por detrás, negrura tal que se intensificaba con la energía absorbida por la atención de Crownell. Como si una fuerza extraterrena -desplegada en toda su dimensión- pudiera impedir que no su presencia no lo perturbara.
.
La letanía del discurso del maestro ya era insoportable, las manos de los alumnos se acalambradas por seguir con sus plumas cada una de las precisiones del soporífero orador. En una pausa y como si hubiera estado premeditado- se oyó una voz que nunca antes había sonado en ese lugar. Tan nítidamente, que todas las cabezas giraron buscando el origen de la voz cuando el silencio de esa pausa no lo fue más.
Ilustrísimo benemérito Profesor Thomas Thornwaite, Cual era el nombre de pila de ese cadáver que yergue a su lado? –exclamó excitado sin pestañear. El viejo revirtio la intensidad de su habitual palidez en medio de las risas que lo envolvieron. No tanto su enojo se debía a que el comentario había alborotado el orden acostumbrado de sus pupilos, sino porque notó que con esas palabras impertinentes había perdido el hilo perfecto de su relato.
- Woodward Crownell, sería preferible que conserve su enmudecimiento acostumbrado en vez de preguntar sandeces. Sólo le diré que el sexo de este esqueleto en nada cambia el motivo para el cual está destinado: Aprender. No tiene una entidad de todo, son sólo piezas osificadas reunidas por vínculos artificiales como alambres o discos de cuero para permitir su movilidad natural y poder ser estudiadas. Nada más que eso-. y trató de retomar el tema designado en el programa para no seguir desperdiciando tiempo..
Crownell volvió a sumergirse en el letargo del que jamás debería haber salido, no podría hablar más pero tampoco miraría mas hacía la torre. A partir de ahora, sus ojos no podrían moverse en ninguna otra dirección que no fueran las cuencas de esa calavera. Un sudor helado le corría por la espalda cada vez que el viejo encastraba, atornillaba, y manoseaba libidinosamente cada uno de esos amarillos huesos. Sus ojos se detenían expectantes cada vez que finalizaba la clase de Anatomía; y reanudaban su marcha, su búsqueda sin fin cuando las clases recomenzaban cada mañana a primera hora.
El estudio y exanimación iba finalizando, Crownell sabía mejor que nadie que en un determinado punto la totalidad de esos huesos anónimos llegado el caso ya no serían más necesarios. Pensaba que tal vez este día fuera el último, y que cuando volvieran esos huesos a su reposo oculto, él no podría volver destrabar su tortuosa obsesión. Nunca más, ya que no podría defraudarse más; por primera vez lo entendía así. Su única salida era el interés absoluto que había despertado en él esa masa retorcida de alambres y formas acopladas.
Lo único que le quedaba era esperar para confirmar sus sospechas. Aunque odiara esperar. Una luz de esperanza brilló efímera en su alma torturada, acaso por lo pesado de la caja Thornwaite preferiría dejarlo en rincón de la clase en vez de luchar para llevarlo al sitio donde reposaba habitualmente. Pero eso no era posible. No sabía si podría soportar cuando lo viera añejarse por el pasillo lejos de sus ojos. Pero se engañaba, se desdecía, se contradecía a si mismo porque al fin esperaba que lo que más temía, nunca ocurriera. Expiraba el jueves, casi finalizaba la semana y ni quería pensar que en el final del viernes ese espacio que consumía su vista estubiera vacio.
¿Hacía donde se dirigirían sus ojos entonces? Alguien estaba seguro que lo sabía.
VI
Crownell quitó de su rostro esa sonrisa incipiente que había permanecido inalterable en la semana más feliz de su vida, cuando confirmó que sus dudas no eran infundadas. Su cerebro palpitaba con miles de ideas descabelladas, ajeno a la inmovilidad que comenzaba tímidamente a manifestarse en una parte de su cuerpo. Como si sus propios huesos hubieran suplantado a las articulaciones por finísimos hilos de acero. No sabía adónde mirar, estaba tan desconcertado que tardó un tiempo enorme en darse cuenta que no había ni un alma dentro del claustro. No se había movido ni un ápice desde que había salido el último alumno y Thornwaite apagara la luz artificial, y olvidara cerciorarse si había quedado alguien adentro de la habitación. La poca luz que llegaba del pasillo se iba disolviendo, la noche se acercaba. Su cerebro seguía hostigando: tal vez había desaparecido, nadie conseguiría verlo; estaría sentado en ese banco para siempre, por todo el tiempo que se consumía de cualquier manera. ¿Era este el castigo final que le había tocado a él? Prisionero en ese pupitre sin ver más hacia a ninguna parte, sin ver jamás mas allá de lo que desconocía.
Lentamente sus ojos se fueron acostumbrando a la oscuridad, sentía el aire estanco dentro de la habitación y las ramas frondosas que golpeaban contras las paredes del edificio. Troncos que se despedazaban azotados contra un viento arrasador, sobrenatural. No propio de este mundo. En la penumbra desolada, Crownell decidió moverse con un único pensamiento en su mente. Su cerebro y los alambres que habían aumentado su grosor, por fin se había puesto de acuerdo y comenzaba a moverse. Agazapado sin sentido entre las sombras, se desplazaba sin rumbo hacia algún lugar incierto, guiado por un instinto que no le pertenecía. Se desplazaba torpemente, agotado e inexperto por una función locomotriz que nunca antes había experimentado.
Se detuvo cuando su cerebro se desconectó. Era el fin de su camino y no tenía ninguna visión convencional, veía a través de unos ojos que no le eran propios. Donde se había detenido no pudo avanzar más, lo único que le quedaba era esperar, y ahora no odiaba hacerlo porque ya era otro el que manejaba sus decisiones.
Acurrucado contra la puerta metálica de la enfermería lo encontró Thornwaite a las cuatro de la mañana mientras realizaba su ronda de inspección matinal. Crownell aparecía adherido con una parte de su cuerpo contra el frio metal de la puerta. -Maldición, si estuviera muerto al menos tendría menos trabajo que castigarlo- pensaba el desalmado mientras se esforzaba para tratar de despegarlo de ese abrazo demencial. Abrió la puerta y lo tiró en la camilla. Después de cerrar con 2 vueltas de llave, todavía dudaba si este era motivo suficiente para escribir a los padres del muchacho. Cuando se dirigía a su rincón para ordenar las clases que estaban por empezar, su mente volvió a pensar en cosas más edificantes. Mientras escribía sobre su ascético escritorio, de vez en cuando sobrevenía algún vago concepto sobre ese imberbe encerrado en la enfermería; pero daba gracias a que rápidamente se le disipara su recuerdo pensando que con un poco de reposo no le traería más problemas de los que ya le había ocasionado. No había porque alarmarse.
Crownell conectó su cerebro con la realidad exterior y los alambres de su cuello comenzaron a retorcerse en dirección al armario. Había vuelto con lo poco que le quedaba de conciencia sin que se lo hubiera propuesto; esperando que algo ocurriera. Expectante, dentro de poco dejaría de esperar. Thornwaite ya no luchaba porque pensaba que lo había logrado, ni siquiera le importaba el dinero perdido, era mejor que este alumno dejara lo antes posible el establecimiento. Cuando terminara de preparar sus notas mandaría una carta en el correo más veloz para que sus padres dispusieran de su hijo o de lo que quedara de él. Mientras tanto Crownell estaba como atrapado, aturdido como en una resaca de distancia e irrealidad. Pero seguía conectado, al menos por ahora. El profesor entonces pensó que sería más conveniente escribir la carta lo antes posible para desligarse de una vez por todas de lo que ya se había convertido en un gran problema.
-Apenas lo haré cuando termine de revisar la segunda clase. Si, será mejor sacármelo de encima inmediatamente si no se convertirá en un tiro por la culata. Cuando lo coloque sobre la camilla apenas respiraba-.meditó con notorio descalabro Crownell sólo se mantenía vivo para conseguir su anhelo; algo que no sabía lo que era pero debía conseguirlo a toda costa. Una parte ínfima de su cerebro sabía que su liberación se encontraba en el poder del viejo profesor. Una ola de paranoia inundó la mente del viejo, una mal presentimiento le dictaminó que escribiría esa carta cuando terminara de revisar esta hoja, esa maldita hoja que no parecía concluir jamás. Crownell comenzó a mover una mano retorcida hacia el armario. Sin oir nada el viejo se desesperó y arrojando su libreta de notas, buscó una hoja en blanco. Dentro de la enfermeria echó su cabeza que comenzaba a pudrirse- hacia atrás y apretó la mandíbula con tal fuerza que los dientes se desprendieron de las encías. Luchaba para lanzar un agonizante aullido que quería escaparse de su garganta. El grito se le atragantó en el pecho y por encima de la descomposición su carne se derretía como plástico sobre una armadura de varillas de acero articulada. Su cerebro se desconectó para siempre. Ya no temía a la oscuridad porque era suya, ahora podía oír a los ángeles cantando y a los demonios gritando en los agujeros más profundos y podridos del infierno. Los minutos se aceleraban, se arrastraban con una velocidad exquisita.
El corazón de Thornwaite empezó a enloquecerse, la carne de gallina le reptaba sobre el cuerpo como miles de pies diminutos. No pudo mas y salió corriendo como un enajenado hacía un lugar que lo atraía como una corriente feroz que tragaba todo lo que se encontrara a su paso. La llave del candado del armario se hamacaba de un lado a otro colgando del cuello del anciano que corría cada vez más rápido, cada vez más apurado con fuerzas que parecían no pertenecerle. Crownell había dejado de pensar, así que de poco le importaba que este fuera el último día de clases; con la tensión en aumento, solamente podía pensar en sobrevivir lo poco que le quedaba. Los minutos volaban al ritmo enloquecido del bombeo de la sangre del anciano.
Tic-tac, vertiginosamente, tic-tac, tic-tac...
Cuando el profesor abrió la puerta metálica de la enfermería todos los tic-tac de los relojes de la ciudad se hicieron sonoros dentro de la cabeza de Crownell. Era hora de levantarse. Se deslizó de la camilla y comenzó a avanzar hacia el rancio veterano. Levantó todas sus falanges roídas, goteantes de un pus nauseabundo. Aterrado la presunta victima corrió hacía él en el momento en que una muñeca lo asía del cuello como si estuviera viviendo una de las tantas pesadillas que tenía todas las noches. El flaco cuerpo sufría una convulsión y se retorcía en insoportable dolor de la fractura traqueal. La mano libre sostuvo la llave antes que el cuerpo del profesor se desplomara contra el piso de linóleo de la enfermería. Mientras el cuerpo caía producto de la gravedad, la llave quedó colgando de la tercera falange que ya era un perfecto hueso.
En el último respiro de vida del anciano los relojes volvieron a su ritmo acostumbrado, todos los segunderos siguieron con su tic-tac natural aunque solamente una persona de la comarca lo advirtió. La única persona que pudo haberlo notado, porque en su cabeza se había detenido su propio reloj.
VIII
La policía con el desalojo del alumnado logró que el último día de clases no fuera ese día, sino que fuera el anterior. Ayer, hoy o mañana era lo que menos importaba. Los peritos pudieron actuar con absoluta libertad; todo se controló, todo se evaluó menos la presencia de alguien que había dejado de existir en el olvido de los que lo habían conocido. El cadáver del severo Thomas Thornwaite fue llevado a la morgue y el forense dictaminó paro respiratorio por senilidad avanzada. El tiempo en su incesante tic-tac lo enterró todo; El miserable director ya no tendría más quejas por parte de ningún alumno. El receso escolar paso volando como siempre y el ministerio designó a otro rector más joven para ocupar el cargo del antiguo profesor. En el primer día de clases de un nuevo ciclo escolar que se inauguraba nuevas caras ocuparon otros bancos y nadie advirtió porque la única ventana que daba al exterior se mantenía cerrada o porque las lecciones de Anatomía se estudiaban con el uso de laminas o porque la enfermería se había pasado a la planta alta donde una gorda auxiliar dormitaba en sus horas de abulia. Nadie sospechó, nadie investigó más de lo necesario.
Crownell por fin había dominado su obsesión; su tic-tac goteante, lacerante, hiriente como una daga dejaría de atormentarlo de ahora en adelante. Por fin se había detenido en la profundidad de su temor. Ahora no tendría que preocuparse más por tratar de cambiarlo, ahora formaba parte de la misma eternidad. Vigilando los pormenores de su antigua prisión desde un gigantesco armario. El tic-tac de su péndulo había dejado de sonar para siempre, ya no tenía que despertarse para apagarlo.
No hay comentarios:
Publicar un comentario