viernes, 22 de enero de 2010

Contracción Permanente (Out of Time Parte 1)


Crownell abrió los ojos segundos antes que la aguja accionara la alarma del despertador. Su primera visión fue aquella ropa sin estrenar, que parecía observarlo impecable desde la silla frente a su cama. Mecánicamente, sin pensar y sin dar vuelta su rostro, empujó con fuerza la palanca del despertador para evitar que ese sonido insoportable, que esa estridencia desagradable le indicara que debía despertarse. Aunque la oscuridad era total no necesitaba inspeccionar la caratula del reloj para saber que eran las cuatro de la mañana de un día no como cualquier otro. Muy a su pesar debía levantarse -de esa cama casi intacta- para asistir a su primer día de clases. Pero en una nueva escuela. O en su nueva cárcel -como a él le gustaba llamarla. Debía emprender un tedioso viaje para llegar a tiempo a ese nuevo colegio en otra comarca. Pero porqué‚ a ese lugar y no adónde iban la mayoría de los niños de su edad ?. Simple, porque era la mejor, pero por supuesto no para él.

Se impulsó directamente hacia la silla lo más rápido posible para eliminar ese trámite molesto de vestirse. Cerró los ojos y empezó a hacerlo de memoria, haciéndolo con una fuerte presión de parpados para que ese dolor ni le permitiera imaginarse reflejado en el espejo, proyectado en lo ridículo que suponía hallarse. Anudándose la corbata bajó las escaleras y subió directamente al carruaje que lo llevaría a varios kilómetros de distancia de su cama que ya comenzaba a enfriarse. Partió sin asearse, sin tomar ni un trago de agua, sin ni siquiera despedirse de sus padres que dormían plácidamente despreocupados. La puerta de entrada se cerró silenciosamente detrás de su hijo y sólo una sonrisa subliminal (que no fue advertido por ninguno de ellos) apareció en ambos rostros.
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Cuando el galope se esfumó en la distancia las sonrisas se hicieron evidentes por un momento fugaz y luego desaparecieron al mismo tiempo. Como si nada hubiera ocurrido.

Crownell estaba convencido que al mal paso darle prisa. Pensaba que si tenía que enfrentarse a un problema más valía no perder ni un minuto, ya que nada podía hacer para evitar que los acontecimientos sucedieran.

Tic-tac, sigilosamente, tic-tac, tic-tac...

II

El reloj del fastuoso salón comedor de la residencia Woodward estaba por dar las nueve de la mañana, cuando los padres de Crownell continuaban mascando parsimoniosamente los últimos restos de su desayuno. En ese mismo instante su hijo menor divisaba entre nubes de polvo aquel vetusto edificio escolar que sería su nuevo hogar. Esa vetusta penitenciaria escolar. Inmerso en las cadenciosas campanadas del salón, Edward Woodward  tragaba el ultimo bocado crocante de tostada que quedaba en el plato, mientras su hijo se disolvía entre cientos de uniformados ordenados en una larga fila. De uno en fondo como determinaba el reglamento; Crownell miraba para adelante o para atrás y no le hallaba fin. La novena campanada de la residencia coincidió con el primer castigo del badajo para la entrada a clases; Edward no pensaba en el medio de su digestión, Crownell  pensaba que esta vez no podría evitar que sonara como lo había hecho 5 horas atrás con su pequeño despertador a cuerda.

Tic-tac, amargamente, tic-tac, tic-tac... Tic-tac, desoladamente, tic-tac, tic-tac...

El tiempo era una de las mayores obsesiones favoritas de Crownell, una más que ninguna otra cosa en su mundo sin igual. No poder manejarlo era también su mayor frustración. Sus horas dentro de aquella sombría aula transcurrían contemplando únicamente la aguja de la torre central de la plaza, que solamente él podía observar ubicado desde su pupitre. Esa maldita aguja que parecía que apenas se desplazaba, con cada minuto  más lento que el anterior. Como si lo hicieran a propósito.

Naturalmente se abstraía, concentrando -sin esfuerzo aparente- toda su energía para ayudar a esa maldita aguja a moverse mas rápido. Nunca lo lograba a pesar de que todo su ahínco se transformara en mares de litros de profusa transpiración. Mientras más sudaba, mas de su infortunio dejaba imperceptibles huellas de vejez en su empapado rostro. Nada parecía interesarle: ni el algebra, ni el teorema de Praxíminides, ni los antilogaritmos. Nada. Ni sus padres, ni él mismo. Nada. Sólo esa aguja implacable, sólo el tiempo que esperaba que se extinguiera y así cada vez mas ansiosamente, cada vez más desesperado cuando abría los ojos antes que la alarma sonara para despertarlo. Tanto se había retraído en su obsesión que los demás parecían moverse en una dimensión diferente de espacio-tiempo. Todos los otros iban con demasiada lentitud, porque para él el tiempo parecía no pasar jamás. Todos eran diferentes, todos eran distintos.

Tic-tac, cadenciosamente, tic-tac, tic-tac...

Al principio trató de disimular su fascinación por aquella aguja a la distancia (porque sabía que tarde o temprano los otros sospecharían y comenzarían a hostigarlo con explicaciones sin respuesta). Pero con el correr del tiempo la sugestión se apoderó de tal forma en él, que ni siquiera le importó ocultar su único interés. Su cuello siempre prolijamente anudado -con la corbata reglamentaria a rayas- apenas y se movía de la dirección sudoeste hacía la única ventana con salida al exterior.

Cada agobio que pasaba como el anterior, igual al de mañana, Crownell se oscurecía, se empequeñecía; aplastado bajo la presión de los altos techos del claustro. Vivía en una especie de letargo del que ya ni sus compañeros se divertían en mortificarlo. Nadie conocía su voz y el contacto con todo lo que fuera el medio exterior era inexistente. Sus padres comenzaron a preocuparse cuando ni siquiera unas míseras líneas aparecieron en la casilla del correo después de haber transcurrido varios meses desde que lo habían visto por última vez. Era indudable que aquel: "Algún día va a cambiar" no iba a funcionar en absoluto. Decidieron de común acuerdo –sin consultarse- tratar de salvarlo antes que se convirtiera en una caso perdido. Pero ¿Cómo sacarlo de aquel especie de encantamiento del que parecía inmerso? ¿Cómo comunicarse con él? Si ni una de las cartas de los Woodward habían tenido contestación alguna. Cuando estaban por decidir si sería necesario que lo ayudaran personalmente, un ruido de caballos se acerco en el comienzo del fin de semana. Con la reaparición de Crownell  en su casa  por unos días, cualquier deducción fue inútil ya que los momentos de incertidumbre sólo facilitaron el bloqueo de cualquier tipo de acercamiento. Sus cada vez mas indecisos padres que parecían como si le temieran. Crownell, ajeno a los movimientos a su alrededor, miraba siempre hacia un mismo punto imaginario.

Todo parecía complicarse. Edward Woodward -con el consentimiento de la mirada de su esposa- tomó una decisión drástica. Muy a su pesar, tendría que hablar con su hijo de alguna manera. Aunque sea a la fuerza, aunque odiara la violencia. En la madrugada del regreso de Crownell a su nueva cárcel, su padre decidió cambiar la rutina de su hijo menor, y la suya propia. Las cuatro comenzaban a sonar en el salón comedor de la residencia Woodward.

Tic-tac, peligrosamente, tic-tac, tic-tac ...

III

Crownell quedó estupefacto cuando en la madrugada de ese lunes desapacible no pudo abrir la puerta de su casa para luego cerrarla silenciosamente. Mas sorprendido quedó cuando advirtió entre la penumbra la sombra del jefe de la familia; comenzó a transpirar en una forma distinta a la habitual y trató infructuosamente de forcejear el picaporte trabado, que repiqueteaba insistentemente cada vez mas reluciente bajo la humedad copiosa de esas pequeñas manos trémulas. Se detuvo al quedar aturdido por un vozarrón que nunca antes en su vida había oído. Seguía de espaldas, sin mover un musculo cuando advirtió que este sería el día en que lamentablemente tendría que dialogar con su padre. No tenía escapatoria cuando lo sacudió un torrente de palabras acaloradas que salían sin descanso de una boca pastosa y llena de hartazgo. Sonidos fuertes pero que no llegaban a ser del todo convincentes. Sonidos exigentes, exigidos.

-¿Por qué no nos escribes?, ¿porque cuando apareces ni nos miras, porque no tienes amigos, porque odias la escuela que te hemos elegido con todos nuestros esfuerzos? ¿Porque nos odias? ¿Porqué no quieres contéstame por qué?, te lo suplico por el amor de Dios!"- lo acosaba con una fingida furia encendida que a nadie convencía, ni a él mismo; él no era así, ¿Pero en que se había equivocado con el menor?, si sus demás hijos no tenían esos problemas y a todos los había criado de la misma manera Edward Woodward podría haber seguido preguntando hasta la misma salida del sol aunque supiera mejor que nadie que nunca tendría respuestas. Pero algo debía hacer para salvar a su hijo.

Sin darse vuelta, Crownell sintetizó el sentimiento que albergaba su alma desde que se había sentado en ese banco con vista fija al sudoeste. Sin pensar lo que sus palabras podrían significar, ni importarle lo que su inquisidor podría interpretar; de forma tan clara que helaba la piel. Sin moverse, ese sosiego parecía motivo de una reflexión tras de un prolongadísimo silencio sepulcral inaguantable, que solamente podía cortarse con una breve frase. Sonoras, malolientes certezas que rompieron su promesa de no hablar con aquellas personas que se movían demasiado lento.

Padre: la negrura del pizarrón de la nueva escuela no absorbe los minutos al ritmo que a mí me hubiera gustado -.susurró.

Tic-tac, cada vez mas rápidamente, mas exasperadamente, tic-tac, tic-tac, insistentemente, incontroladamente...

De pronto la puerta se abrió sin hacer ningún esfuerzo contra el picaporte, el seguro se destrabó como si hubiera estado recién lubricado y el muchacho salió cerrando sigilosamente como era su costumbre. Desde que traspasó la puerta, tuvo la sensación de que los días volvían a una realidad distinta, que a partir de ahora él no se creía capaz de manejar. Después de esa madrugada diferente, distinta por un rato tanto para padre e hijo; Edward Woodward  no pudo tragar el último bocado de tostada humeante cuando el pequeño de la familia se acercaba nuevamente al vetusto edificio escolar.

IV

Al profesor Thornwaite, sinceramente le importaban un bledo los problemas que pudieran aquejar a alguno de los números de lista de su clase. Más aun a un número llamado Woodward, Crownell que apenas recordaba. Para él todo guarismo de lista tenía un solo requisito: ser evaluado igual que todos los demás. Pero este último dígito de su enumeración tenía problemas, aunque su cara le había pasado desapercibida. ¿Cómo se le había pasado por alto? Esto era imperdonable, debía ajustar cuentas consigo mismo. Por ese absurdo error habían llegado varias cartas de la familia Woodward pidiendo explicaciones; si se hubiera percatado antes de que algo andaba mal, la entrevista que tendría que sostener en momentos con los padres de ese problemático insolente podría haberse evitado. -"En fin…"- pensó, y colocó las copias de cada una de sus respuestas en un rincón del escritorio, decidiendo partir con anticipación hacia el salón de recepciones. Había aceptado esa encuentro con los Woodward no tanto para solucionar los traumas del conflictuado, sino más bien para evitar que ese el numero 37 de la clase no dejara de abonar religiosamente su matricula. Una cifra mucho más interesante para Thornwaite.

El viejo profesor pensaba en realidad que todo este embrollo era un problema de los padres y él no tendría porque meterse, mientras todos los meses el dinero llegara puntualmente. Pero desde que habían llegado esas cartas la situación se había complicado y algo había que hacer; por lo menos tranquilizar a los contribuyentes. La entrevista duró lo indispensable. Tras la puerta del salón de juntas, alguien que hubiera pasado ocasionalmente por ese sombrío pasillo, hubiera oído sin dificultad la voz impetuosa del carcamán como si hubiera estado a escasos centímetros de esa boca asqueada en mueca diabólica.

¿Cómo diablos voy a inmiscuirme en las mentes de cada uno de mis alumnos? Ellos solamente tienen una sola consigna: Aprender, lo demás es tan intrascendental que se encuentra fuera de mis dominios- dictaminó el nervioso profesor, ya cansado de aquellas suplicas de auxilio de los Woodward que no conducían a nada.

-Pero si el muchacho no aprende nada- contrarrestó el Sr. Woodward, pero tan debilitado que su voz parecía más un lamento inaudible que una contestación.

-¿Cómo lo sabe si nunca habla con él?- con lo que terminó abrupto con esa conversación sin sentido, coronando con una sonrisa triunfal que amanecía entre sus resquebrajados gestos. Con esta frase letal Thornwaite se cercioró que había puesto fin a su discurso injustificado, que a decir verdad lo había comenzado a hartar. -Y ahora si me disculpan debó preparar mi siguiente clase- estrecho las manos de los impávidos y desapareció sin dejar rastro.
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Cuando se quedaron solos los padres de Crownell, sin ni siquiera mirarse resolvieron que ya no había solución. ¿Qué podían hacer? Era inconcebible cambiarlo de escuela cuando el año lectivo estaba tan adelantado, no se atrevían a increpar al sabio profesor porque serían descartados como inmundicias; con pocas salidas, quedaba una única opción admisible: Olvidar. Les quedaría como consuelo que sus demás hijos habían salido normales. Mientras subían al coche que los llevaría de regreso a su hogar, Edward Woodward se arriesgó a romper el silencio.

-Además amada esposa mía, no creo nuestros esfuerzos le interesen demasiado al pequeño Crownell- tratando de esta forma convencer a su esposa cuando advirtió que la tristeza ya se deslizaba por sus pálidas mejillas; un dolor tan evidente como para no darse cuenta de lo que estaba pasando. Pero, ¿Podrían olvidarse de su hijo al grado de pensar que nunca había existido?

Crownell en cada tic-tac vertiginoso se quedaba más solo.
Crownell en cada tic-tac indeseable era un muerto en vida.
    

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