lunes, 23 de junio de 2008

1) Preface. 0:00 Hs.


¿Quién era realmente Klondike Parabellum? ¿Un artífice de la imaginación, un desquiciado traumatizado? ¿Quién? No sé si vale la pena preguntárselo hasta hartarse, repreguntándose para conocer la verdad o la fantasía. En serio no lo sé.

Klondike vio las primeras luces fuera del útero en un habitáculo demasiado próximo a los hedores -de la cloaca central de un edificio público recubierto de mármol- como para que dicha atmosfera no lo afectara. Un monolito gigantesco que ensombrecía a los sucios edificios circundantes alineados en una cuadra en pendiente bastante pronunciada. Pocos conocidos, poca conversación con los vecinos en las tardes de un abúlico discurrir. Un niño que jugaba despreocupado, demasiado impetuoso como para preocuparse por algo que estuviera fuera de su propio entorno. Un habitante de aquella calle cuesta abajo que veía delineado el futuro sin preocuparse por buscar alguna explicación distinta. ¿Para qué debía molestarse si había otros más aptos que él para decidir?. Klondike crecía y cada año que pasaba no hacía más que convencerse de que si el Destino (o Dios o Mahoma o Buda o Khomeini) lo había predeterminado de esa forma, él no era quien para arriesgarse a trastocar ese curso de otra manera. A los ocho años nadie puede tildar a un pequeño de cómodo o ambiguo. Pero él ya lo era y lo sabía. La mayoría de las personas eran así durante la infancia, sin que advirtieran que de pronto toda esa fantasía "termina por acabar de finalizar"; sus pares transitaron por esa etapa sin conflictos,  le paso a todos menos a él.  De esta forma, la ilusión  de que el tiempo no pasaba se mantuvo para Klondike algunos años más, y así siguió viviendo ajeno a todo lo que lo rodeaba, sin saber que su antiguo amigo el Destino le prepararía una nueva prueba de la que ya no saldría indemne.

Sus temores se manifestaron en el momento que ´por mera casualidad tuvo que trasladarse a una ciudad cercana al trópico de capricornio. Ensimismado,  se obsesionó por tratar de retozar en un sueño demasiado real para manejarlo, y se equivocó. El temido Destino le había brindado una segunda oportunidad para decidirse a ser feliz, y la había vuelto a desaprovechar. Un 17 de julio las ilusiones se esfumaron, la magia se disipó. El telón descendía sobre una angustia inquebrantable sin avisarle: salía de la comodidad de lo conocido para adentrarse en una realidad mucho más cruda, volvía de donde había partido pero ahora indefenso, sin ni siquiera poder reconocer a esos pocos extraños con los que nunca se había atrevido a relacionarse durante su infancia ya traspasada.

Desorientado, pasó más tiempo de lo que pensó buscando algo en que ocuparse, y después de seis años desesperados solamente encontró un oficio con horarios arbitrarios, gente sumamente agresiva, soplones, busconas, una caterva de desahuciados. Un trabajo que lo dejaba tan exhausto que cada noche se enfrentaba con su propia identidad. Con su esencia más amarga. Un lugar ideal para saber quien creía ser realmente, un espacio que era una verdadera mierda. Allí se aisló mas del mundo exterior acumulando tanto nerviosismo que le impidió volver a convivir con los demás, aquellos otros que no tenían problemas como él, que no necesitaban olvidarse de nada, tan seguros de si mismos que lo dejaban pasmado. Por momentos Klondike no soportaba más haber perdido totalmente esa quimera de años atrás, e indefectiblemente caía en prolongadas depresiones; actuando según lo que oía o leía pero jamás a partir de lo que veía, porque podría parecerse demasiado a lo que no quería en un futuro muy próximo y terrorificamente cercano.

Fue por ese entonces cuando lo conocí en una de sus visitas al "exterior" -como a él le gustaba llamar a todo lo que estaba fuera de donde se recluía. Aunque no era realmente su peor momento, aun así había algo subrepticio en él que me atrajo substancialmente. Sus cambios de humor eran realmente incomprensibles durante el corto transcurso de esas tardes soleadas en las que compartíamos una predilección en común por el alcohol. De inmediato era un pesimista empedernido, lleno de frustraciones y odios infundados. En el siguiente trago trataba de convencerme de que todo no era tan malo queriendo hacerme creer que todavía podía reírse de las situaciones más cruentas, aunque supiera mejor que nadie que aunque simulara no podía engañarse a sí mismo. En el último sorbo del tercer vaso era torpemente indefinido, impulsivo, y exasperadamente contradictorio. Klondike no necesitaba estar transitando una diabólica embriaguez para saber que muy pocos lo comprendían, pero igualmente no podía deshacerse de las opiniones de los que nunca lo entendían. Odiaba no poder ser indiferente a esas personas aunque se esforzaba inútilmente por intentarlo. Era un verdadero camaleón emotivo.

Nuestros encuentros casuales siempre giraban alrededor de una indecisión insoportable, arrepintiéndose de cualquier acción, arrepintiéndose de haberse arrepentido antes. Esto le pasaba a menudo pero principalmente cuando un brusco cambio climático ocurría, cuando la humedad desaparecía o el elevado porcentaje en el ambiente se hacía insoportable; él cambiaba de carácter como un barómetro de extraña exactitud. Azaroso como un pronóstico, era casi imposible tratar de ayudarlo. Se desesperaba, se escondía para no ser sorprendido en algo que a los demás pudiera llegar a molestar con la única intención que nadie  pudiera increparlo. Solamente cuando no podía aguantar más su represión, se desquitaba con los más débiles o con los que se atemorizaban de su especial forma de ser; ya que cobardemente sabía de antemano que estos pocos nunca lo toleraban. Casi nadie estaba a su lado verdaderamente, la gran mayoría huía despavorida ante tal carrusel de miles de emociones inentendibles. Agredía sin pensar, a quemarropa; y como siempre se desdecía, pero no de haberse arrepentido sino de llevar su violencia verbal a un grado muy superior, a un nivel peligroso de destrucción sin que control alguno. Cegado por la furia contenida, insensible por una ira sin razón. Energía malgastada, siempre resistiendose a llegar a ese fin tan extremista: contra alguien herido de muerte como recurso de último escape.

Una puteada bastaba para su dosis diaria, ya que para él en todo había que tener conducta, -"los excesos y las segundas partes nunca terminaban bien"- decía.  Desde niño estaba convencido de no tener remedio, todo era imposible, creyéndose pasivo en las decisiones pero muy activo en las contradicciones. Su humor de a sobresaltos se extinguía, repitiendo incansablemente que estaba agotadio antes siquierra de darse cuenta que estaba por abrir los ojos en las primeras luces de la madrugada; los minutos se perdían y sus decisiones se postergaban. Y a los segundos ni sentía que respiraraba cuando estaba más escéptico que nunca.

La última vez que lo volví a ver, vivía en una especie de sueño lúcido, como cuando uno es perseguido en una pesadilla y trata desesperadamente de despertase. Klondike atacaba esos temores del subconsciente, tranquilamente se dirigía a su agresor imaginario y le decía como si nada: -"Tu no existes cabrón, esto no es más que un sueño y nada me va a pasar"-. Abría los ojos y repetía esas las mismas palabras al perseguidor que se había esfumado de su conciencia. Pero al repetir la letanía -en voz alta para oírse- no podía volver a conciliar el sueño. Su mirada se acostumbraba a la noche, a tener los ojos abiertos en la penumbra como si fuera un topo con un membrana endurecida sobre sus pupilas. Pero carecia un parpado sobre otro parpado y su mirada apagada no brillaba audaz en la negrura, sino que era tan repulsiva como el odío que tenia a sus semejantes. Klondike se adentraba en su última etapa, siendo evidente que le faltaba muy poco para conseguir mandar todo a la "Gran Mierda". Desde ahora el insomnio sería parte esencial de sus noches tortuosas. Pero todavía le costaba entender su plan, sin valentía para enfrentarse a la más mínima situación, y con demasiada cobardía para pensar en eliminarse a sí mismo,

Se estaba gestando un nuevo rasgo de su futura vida, pero no como una revelación porque no dudaba que nadie compartiría su decisión indeclinable. Nadie podría entenderlo si estaba inmerso en una sarta de incoherencias, alrededor de una secuencia de actos carentes de algún atisbo de lrcionalidad. Comenzaron los antes prohibidos excesos, y de las profusiones se anclo en terminantes proscripciones. Se negó a salir del ámbito de la prisión donde trabajaba, se exigió no hablar más con nadie para no confundirse. Pero no dejó de sufrir y pasó del blanco al negro sin alivio, sin tomarse la molestia de comprender porque nadie lo comprendía.

Tortuosamente ciclotímico, exasperante de la amargura al jolgorio en fracciones de segundo sin darse ni un respiro para meditar lo que estaba ocurriendo. Amor odio, sexo abstinencia, placer sufrimiento. Hasta que sin proponérselo -aunque subliminalmente lo buscaba- logró rendirse, hasta quedarse sin ganas para nada. Ni siquiera para hablar consigo mismo.

Por largo tiempo no supe más de él. Sus pocos allegados contaban que seguía recluido en la prisión del condado del oeste, ensimismado, escribiendo y escribiendo sin contactarse con los demás. Al enterarme de lo que le había deparado el Destino lo que más extrañe al no poder localizarlo, fue las ganas de comprender ese insano ímpetu para tratar de concretar sus delirios en un papel; su caustico sentido del equilibrio; su necesidad de viajar sin despegar los pies de la tierra; y hasta su propia presencia. Klondike se esforzaba por modelar cuanta idea llegara a su cerebro, pensando incansablemente para poder rescatar alguna negra reflexión. Pero meses después, al final ese interés también había declinado, y esa perdida transformó definitivamente su personalidad; y esa ansia de cambio fue su mayor dilema. En un instante ulterior se olvidó de las etapas anteriores, y consternado por acordarse como era antes se convirtió en un libro mal encuadernado. Al recibir esta última noticia decidí escribirle a la prisión del condado. Estaba bastante preocupado.

¿Pero quién era en realidad Parabellum? Nadie en especial, alguien tan común que hasta podría ser uno de nosotros. Pero mejor era no saberlo.

Una tarde nublada en que ya mi memoria había olvidado aquel extraño personaje, la secretaría de la clínica donde trabajaba me entregó un paquete sellado. Ni se me pasó por la cabeza que podria ser de aquel ser que nunca se había dignado a contestar mi carta enviada años atrás. Tal vez lo pensé, pero inmediatamente lo habría desechado por considerarlo improbable. Sin embargo aquel pensamiento descartado se renovó en mi mente cuando leí el remitente. Y Sospeché. No conocía a nadie tan al oeste y menos a algún colega del Instituto Lone Issland. Cuando rasgaba el papel del envoltorio volví a palpar mi primera intuición y de pronto Klondike se me hizo visible en la parte superior e interna de mi frente. Increíblemente con cada facción exacta aunque momentos antes me hubiera devanado los sesos tratando de pensar cuanto medía, o si era gordo, o si conservaba la voz cascada por el exceso de alcohol. Ni siquiera me hubiera acordado cual era su segundo nombre o si realmente lo tenía. Dentro del paquete apareció un atado de manuscritos con una nota enganchada en el margen izquierdo superior de la primera hoja. Eran las desquiciadas anotaciones de aquel individuo al que le había perdido la pista. Llegaban a mi -a pedido especial del Instituto Lone Issland- para que tratara de interpretarlas, con el proposito de volverlo a la supuesta normalidad que anhelaban los médicos del frenopático donde Klondike había sido internado. Ellos consideraban que yo representaba la parte sensata del enfermo; luego me pedían un informe detallado. Y Comencé a leer.

Analizando aquella apretada letra -escrita con furia rápida, veloz para no perder ni una idea- advertí que habían quedado atrás cualquier necesidad de querer compartir lo que espresaba con cualquier persona que lo conociera. Yo a duras penas lo entendía, no tenía un verdadero sentido, ni argumento, ni hilo conductor. Mucho menos existía una real afición por lo sobrenatural, ni un ansía lasciva para desenredar su eterna obsesión con las mujeres que habían aparecido en su vida. Ya nada importaba  salvo algo que casi se repetía sin cesar: Mandar todo a la Gran Mierda. Todo lo que Klondike había podido elucubrar era muy relativo cuando se había resignado a perder la chaveta. Ahora me habían otorgado la responsabilidad de ser el nexo con su pasado,. supuestamente para poder salvarlo con la única ayuda de todas esas letras arremolinadas en hojas grasientas, esas miles de enunciados mareándose en roídos papeles. Leerlo era lo mínimo que le debía al autor del que no sabría ni cuando, ni porqué, ni como se le había quemado la caja de fusibles de sus pensamientos; de uno en uno hasta explotar la instalación en un camino sin paradas a la locura. Saltaba en forma anacrónica sin una verdadera referencia de tiempo o espacio, y de pronto recordaba las palabras que antes había oído de su boca. Palabras que correspondían a momentos de su vida que yo no había compartido; un remolino de divagaciones, con ácidos argumentos que rayaban en la incoherencia o que a veces eran sumamente inquietantes. Palabras más, palabras menos que debían servirme para devolverlo al sano juicio que exigían sus médicos a los que tampoco conocía.

Palabras que llevaron a mas palabras de un informe que nunca me atreví a enviarles. Ya que yo no podía y no quería ayudarlo.

Klondike por fin había conseguido aquella liberación que tanto había buscado. Y yo no era quien para traerlo de nuevo a lo que tanto había odiado. Y si ese había sido el precio que tuvo que pagar, bienvenido sea, si al menos una sola persona estaba de acuerdo con esa decisión. O tal vez dos...

Aunque fuera una sola vez, como yo ahora por fin lo había entendido...

Doctor en Psiquiatría Bernard Krieger. Director del Instituto Nacional de Beirut. Libano, Diciembre 1999.